sábado, 26 de enero de 2008

Bobby Fischer ya descansa

Autor: Jon Agiriano
Al final, ha tenido que ser así. Víctima de una insuficiencia renal aguda, Bobby Fischer, uno de los grandes mitos deportivos del siglo XX, sin duda el ajedrecista más carismático y genial de todos los tiempos, falleció ayer (17-01-08) en Reikiavik (Islandia) a los 64 años; tantos como casillas tiene un tablero de ajedrez. Ni más ni menos: 64 escaques cuya dimensión y secretos este estadounidense de Chicago, nacionalizado islandés, comprendió y desveló como nadie. Lo cierto es que su genialidad ha podido con todo; incluso con la profunda lástima que provocó en las últimas décadas de su vida, cuando desfiló por el mundo con la imagen sucia y desaliñada de un loco vagabundo, torturado por la paranoia y la esquizofrenia, convertido en un lunático cuyos exabruptos contra los judíos y el Gobierno de Estados Unidos obligaban a mirarlo con piedad. Sin duda, el ex campeón del mundo de ajedrez era un enfermo. Pero también -y esta condición siempre ha prevalecido sobre las demás en el imaginario colectivo- una de las mentes más brillantes de la historia. De hecho, no existe un solo jugador de ajedrez, ni siquiera los grandes campeones que le sucedieron en el trono mundial como Karpov, Kasparov o Anand, que no se haya rendido a su talento prodigioso. Al Ogro de Bakú, de hecho, le preguntaron muchas veces durante sus veinte años como número 1 mundial si Fischer había sido el mejor ajedrecista de todos los tiempos. Y nunca dijo que no, lo que viniendo de Kasparov sólo puede interpretarse como un sí en toda regla.Como ocurre tantas veces, la vida de Bobby Fischer se escribió en su infancia. Nació en Chicago en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, y sufrió una infancia de miseria y privaciones. Su madre, Regina, de origen judío, era una mujer culta y políglota que había vivido cinco años en Moscú. En la capital rusa estudió Medicina y se hizo comunista. Al regresar a su país, estuvo en el punto de mira del FBI, que le investigó sospechando que era una espía soviética. Sobre la identidad del padre de Fischer, al que éste no llegó a conocer pues le abandonó cuando sólo tenía dos años, se ha escrito mucho. Su madre le dijo que se llamaba Gerhardt y que era un biofísico de origen alemán. Por lo visto, le mintió.Según Leontxo García, uno de los poquísimos periodistas que ha podido charlar con Fischer en las dos últimas décadas -eso sí, el genio de Chicago no le recibió durante la visita que el experto guipuzcoano realizó a Reikiavik el pasado año-, todos los indicios indican que el verdadero padre no fue el tal Gerhardt sino el húngaro Paul Nemenyi, un reputadísimo físico atómico, fallecido en 1952, que colaboró con Estados Unidos en la fabricación de la primera bomba nuclear. De ahí quizás se explique -a la herencia genética, nos referimos- el altísimo coeficiente intelectual de Bobby Fischer. A partir de 130 se considera que alguien es superdotado y él tenía 180; un índice superior, por ejemplo, al de genios como Albert Einstein.
La primera hazaña
Fischer aprendió a jugar al ajedrez a los seis años. El juego de los 64 escaques supuso para él una liberación. Era fácil de entenderlo. ¿Qué mejor descubrimiento para un niño sin padre conocido, solitario, hosco y de una inteligencia prodigiosa que un reto mental como el ajedrez, un juego apasionante de posibilidades casi infinitas? Su entrega al tablero fue total. Al fin y al cabo, tampoco tenía muchas otras distracciones. Tras vivir en California y Arizona, su madre y él se habían trasladado a Nueva York y no se le conocían amigos. Además, odiaba el colegio. «Los maestros me parecen más estúpidos que los propios alumnos», dijo una vez. De este modo, y tras un aprendizaje autodidacta, a los 13 años se proclamó campeón junior de Estados Unidos. Un año después, protagonizó una hazaña memorable: ganó el Campeonato de su país con un juego espectacular. La crítica especializada sufrió una conmoción. Se quedó sin palabras para expresar su asombro. ¿De dónde había salido ese mocoso de aire ausente que derrotaba a los mejores grandes maestros del país? Al año siguiente, Fischer revalidó ese título y, con apenas quince años, se convirtió en el maestro internacional más joven que el ajedrez había conocido hasta entonces.El mito de Fischer, pese a todo, se fundó y cobró dimensión mundial en 1972 cuando, tras derrotar al gran Tigar Petrosian, el ajedrecista de Chicago se plantó en la final del campeonato del mundo. Han pasado 36 años y es difícil hacerse una idea exacta de lo que supuso el duelo entre el campeón Boris Spassky y el aspirante Bobby Fischer en Reikiavik, que George Steiner, actuando como enviado especial de la revista 'New Yorker', narró de forma incomparable en un reportaje que daría pie a su libro 'Campos de fuerza'.Eran los años de la Guerra Fría. Estados Unidos y la Unión Soviética jugaban a muerte a la disuasión. En medio de ese pulso planetario, cualquier choque deportivo entre las dos potencias adquiría una trascendencia inusitada. En el caso del ajedrez, para los soviéticos la trascendencia alcanzaba la médula del orgullo patriótico. Se trataba de uno de sus deportes nacionales, de una asignatura obligatoria en las escuelas. Y nadie hasta entonces había osado poner en jaque -nunca mejor dicho- su dominio absoluto.
El gran duelo
Y entonces llegó Bobby Fischer, brillante y excéntrico, un maniático genial e impredecible al que los intereses políticos en juego le traían al pairo. Tanto es así que, convencido de que la KGB le tenía en su punto de mira, estuvo a punto de no viajar a Islandia. Tuvieron que convencerle entre Henry Kissinger y el millonario británico James Slater, que dobló la bolsa con 125.000 dólares. El duelo por el título, estipulado a 24 partidas, acabó disputándose en el polideportivo Laugardalur de Reikiavik. Fue un acontecimiento mundial. Islandia -de ahí su gratitud- ocupó el centro de la atención mundial durante dos meses. A millones de personas les sirvió para situar en el globo esa isla lunar helada donde Julio Verne imaginó su viaje al fondo de la tierra.Tras protagonizar varias polémicas y desplantes -prohibió la presencia de cámaras de televisión y exigió el cambio de las sillas alegando que estaban manipuladas por los rusos-, Fischer acabó por jugar. Perdió las dos primeras partidas. A partir de la tercera, sin embargo, desplegó todo su talento, un juego agresivo de una brillantez inusitada. Hasta Spassky se rindió y fue el primero en admirarle. El 1 de septiembre de 1972, el estadounidense se proclamaba campeón del mundo. Había llegado a los más alto. A los 29 años era una leyenda, el héroe occidental que había derrotado al imperio soviético. Y desde esa cima, desde el cielo, comenzó a derrumbarse. De repente, desapareció de la circulación. Incluso se rumoreó con que se había metido a monje budista. Pasaron los meses, los años, y se negó a defender el título, que quedó vacante hasta que en 1975 pasó a manos de Anatoly Karpov.La vida de Fischer se convirtió en un misterio. Sólo llegaban noticias de su caída; de su lucidez convertida en locura. Contra todos los pronósticos, reapareció en 1992 en Sveti Stefan, una isla de Montenegro. Fue en un duelo de revancha con Spassky, al que volvió a derrotar. Ganó tres millones de dólares y el odio eterno del Gobierno de su país, que le puso en busca y captura por incumplir el embargo con la antigua Yugoslavia. Tras esta victoria, muchos pensaron que Fischer podía volver. Su vida parecía recomponerse. Defendió con ahínco un nuevo tipo de ajedrez en el que la posición inicial de las piezas se decidiría a sorteo, lo que permitiría terminar con la dictadura de la informática sobre los tableros. Tuvo una novia húngara, luego otra filipina, con la que tuvo un hijo, y terminó asentándose en Tokio con su actual pareja, Miyoko Watai. Pero no. Fischer no resucitó. Continuó con su declive. En 1998, todos sus bienes y recuerdos fueron subastados en un juzgado de Pasadena. Fue un golpe durísimo para él. El 13 de julio de 2004, fue detenido en el aeropuerto de Tokio cuando se disponía a volar a Filipinas. Sucio, desgreñado, con una mirada lunática y unas barbas blancas de profeta, cualquiera lo hubiese confundido con un vagabundo sin techo. Tras unos meses batallando contra su extradición a EE UU, el Gobierno islandés intercedió por él. El 27 de abril de 2005 le concedió asilo político. Volvía a ser un hombre libre. A solas con su genio, con sus demonios.
Paranoias en Reikiavik
Fischer ha pasado los tres últimos años de su vida en un pequeño apartamento cercano al paseo marítimo de la capital islandesa, rodeado de libros y de ese desorden voraz que le persigue desde los 16 años, cuando su madre le abandonó en el piso de Brooklyn que ambos compartían y se fue al Bronx. Apenas mantenía contacto con dos o tres amigos y dedicaba su tiempo a leer, pasear y comer en restaurantes asiáticos, sus preferidos. Según Leontxo García, al llegar a Islandia comenzó a frecuentar las piscinas termales típicas del país, pero dejó de ir porque decía que el cloro le estropeaba la piel. Una paranoia de las suyas, por supuesto, como la que sufrió en mayo de 2005, cuando su viejo amigo Spassky le visitó y Fischer estuvo a punto de no presentarse en el restaurante en el que habían quedado para comer. Y eso que el local estaba reservado sólo para ellos y un reducido grupo de amigos. El estadounidense acabó sentándose a la mesa, no sin antes inspeccionar el restaurante en busca de espías o sicarios de George Bush. Ahora ya descansa.
Fuente:
Fragmento de la entrevista realizada a Bobby Fischer para la revista Start (1971):
Soy un especialista. Juego al ajedrez. Eso es una cosa seria. Otra cosa no la se, pero todo cuanto se, lo domino a fondo. Lo que necesito es mucho descanso y una buena iluminación. En especial, no soporto ningún ruido, pues me distraen en mi trabajo profesional de calcular y combinar. Soy meramente un hombre, pero un hombre extraordinario (...) Me gusta el momento cuando quiebro el ego de un hombre. Discuto ser llamado un genio del ajedrez, porque me considero un genio completo que se manifiesta al jugar. No importa dónde esté ni lo que haga. Mi subconsciente produce nuevas ideas sin cesar (...) El ajedrez es vida. Mi mundo es el tablero blanco y negro del ajedrez. En mis jugadas hay que ver movimiento y al mismo tiempo arte; quien no consigue verlo me da lástima.”